Ocho
elecciones presidenciales a lo largo de la historia de Estados Unidos
se han decidido por márgenes menores al 2% del voto popular, incluyendo
las de 1960 (ganador: John F. Kennedy con 49,7%), 1968 (ganador: Richard
M. Nixon con 43,4%), 1976 (ganador: James E. Carter con 50,1%) y 2000
(elegido: George W. Bush con 47,8%). Y –salvo en este último caso, en
que el Presidente elegido de hecho obtuvo menos votos populares que su
contrincante–, nadie puso jamás en duda la validez de tales resultados
ni la legitimidad de los mandatos presidenciales que se desprendieron de
ellos.
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Algo
parecido ocurrió en Francia en 1974, cuando resultó elegido Presidente
Valéry Giscard D’Estaing con 50,8% de los votos contra 49,2% de François
Miterrand. Y lo mismo en numerosas oportunidades en elecciones de
Primer Ministro de diversos países europeos, en que con frecuencia
ningún candidato obtiene la mayoría absoluta en las elecciones
populares, y se requieren complicadas maniobras y alianzas
parlamentarias para construir la correlación de fuerzas necesaria para
“formar gobierno” de conformidad con las normas legales vigentes.
Pero
sin necesidad de ver más allá de nuestras fronteras, también en la
Venezuela de 1968 tuvimos una situación incluso más llamativa, cuando
resultó elegido Rafael Caldera con apenas el 29,1% del voto popular
contra 28,2% de su principal rival, Gonzalo Barrios. Y tampoco en este
caso se pretendió desconocer el resultado sobre la base de lo estrecho
del margen de diferencia, ni se puso en tela de juicio la legitimidad
del gobierno resultante, a pesar de las circunstancias agravantes de que
la mayoría obtenida por Caldera era apenas relativa, muy distante de la
mitad de los votos válidos, y de que su partido habría de gobernar
cinco años contra una bastante más holgada mayoría parlamentaria de
oposición.
Hay,
no obstante, un caso en la historia de nuestro continente en que una
elección presidencial decidida por un margen de menos de 2% del voto
popular fue cuestionada y desconocida por la parte perdedora: la
victoria de Salvador Allende en el Chile de 1970 por 36,6% contra 35,3%
de Jorge Alessandri. Aunque finalmente el triunfo de Allende fue
validado y refrendado según los procedimientos establecidos en la
Constitución de entonces, el intento de desconocer la voluntad popular
signó desde el primer momento el clima de confrontación que habría de
prevalecer durante todo el gobierno de Allende y que terminaría con el
sangriento golpe fascista que lo derrocó tres años más tarde, hundiendo
al pueblo chileno en 17 años de feroz dictadura.
Dos
lecciones se desprenden de estos ejemplos de la historia. La primera,
que la validez legal y la legitimidad de un gobierno electo no radican
en la magnitud de la diferencia con que haya vencido en las elecciones,
sino de su apego a las reglas del juego democrático y su respeto al
ordenamiento jurídico aplicable. Y la segunda, que los intentos de
pretender desconocer la voluntad expresada en las urnas electorales por
la mayoría del pueblo, aunque esta mayoría sea estrecha, no conducen a
nada bueno.
Nadie
tiene ni puede tener derecho o argumentos para poner en duda la
legalidad de un gobierno elegido con más del 50% de los votos, una
mayoría absoluta –es decir, por más de la mitad de los electores– en
comicios limpios y libres, convocados y celebrados con estricto apego a
la Constitución y las leyes, en los que participó voluntariamente casi
el 80% de las y los ciudadanos habilitados para ello. A menos, claro,
que, como la derecha chilena de 1970, albergue intenciones aviesas…