Freddy J. Melo
El 18 de octubre de 1945 se produjo entre nosotros un cambio aparatoso vendido como revolucionario y de consecuencias a la postre trágicas y negativas, una especie de parto de los montes de alto costo. Fue derrocado el gobierno del general Isaías Medina Angarita por la acción de un grupo militar que se pretendía progresista y la complicidad de un político falsificador de la historia, que buscaba a como diera lugar abrir cancha a su autopregonada “vocación de poder”. El enllavamiento de Marcos Pérez Jiménez y Rómulo Betancourt sirvió, a despecho del primero, para marcar la impronta del segundo a lo largo de varias décadas de transcurrir republicano, lo cual constituyó la única y real victoria del “caudillo” adeco y el encrespamiento de su ego --el Napoleón de Guatire--, pero al mismo tiempo la desgracia, para el país, de la contención y aun el retroceso de sus posibilidades de desarrollo autónomo y verdaderamente democrático. Porque Betancourt, como en otra ocasión he dicho, vivió al revés, Midas de la mentira, fingiendo revolución para engañar y enrolar a buena parte del pueblo y con ese “capital” tratar de insertarse, lo cual al fin logró, en el complejo de poder dominante, que supo asimilarlo y extraerle el jugo. Con lo que su “vocación” llegó a ser sólo un hecho ficcional, que sus validos siguen alimentando.
Para justificar el golpe (la “Revolución de Octubre”, ficción al delirio), fundamentalmente se adujo que era necesario culminar la superación del gomecismo mediante una mayor amplitud política y económica, sustituyendo el sistema electoral restringido y de tercer grado por la elección universal y directa del Presidente de la República y el Congreso, aumentando la participación en las ganancias de la industria petrolera, realizando una reforma agraria antilatifundista y repudiando la corrupción y el enriquecimiento ilícito. Un planteamiento que fue exitoso en cuanto a su carácter encubridor –la historiografía oficial se apoya en él--, pero que no resiste el escalpelo de investigadores no comprometidos con intereses de clases dominantes. Un paseo por trabajos, entre otros, de Juan Bautista Fuenmayor, Arturo Cardozo, Simón Sáez Mérida, Moisés Moleiro y Oscar Battaglini, con bastantes diferencias de enfoque pero sólida riqueza de análisis e información, pone en evidencia la superchería. Battaglini, en su notable obra El medinismo, demuestra que el del último ex ministro de Guerra y Marina fue “un gobierno de la corriente burguesa unificada alrededor de la consigna de ‘sembrar el petróleo’, un proyecto de reorganización capitalista de la sociedad”, que buscaba superar la condición rentística-petrolera de la economía y procurar la modernización institucional, política e ideológica del Estado, con un sentido nacionalista y democrático. Naturalmente, remanentes del gomecismo había también allí, pero desplazados de las posiciones determinantes; el grueso de la reacción se agrupaba afuera, bajo el liderazgo del general López Contreras, quien había roto radicalmente con Medina. Éste había fundado un partido, el PDV, lo que indicaba un propósito de despersonalización del poder, había legalizado a AD y el PCV y administraba con sujeción a legalidad y sin represión.
Así, pues, se había adelantado bastante en cuanto a la superación del gomecismo. La consigna de la elección universal no fue esgrimida en la campaña comicial de 1946, ya que AD y el PDV llegaron a un acuerdo en torno a la candidatura de Diógenes Escalante y el compromiso de la innovación electoral para 1951, apertura del siguiente período. El estatuto petrolero de 1943 era lo suficientemente avanzado para causar la inquina de las compañías y Betancourt no le introdujo cambios reales cuando empezó a despachar en Miraflores. La ley agraria betancourista fue absolutamente inferior, dejaba campante el latifundio al remitir la reforma a “tierras de la Nación” y condicionarla a “planes y ordenamientos técnicos”. La lucha contra la corrupción resultó un brochazo hermoseador y las medidas intentadas al respecto tuvieron un evidente sesgo de retaliación política. Sólo el ingreso de las multitudes a la palestra, mediante el voto, se logró en el trieno 45-48. Pero eso hubiera venido sin duda a partir de 1951, y bajo el betancourismo fue pasto de una demagogia irresponsable, engendradora de esperanzas que iban al haber del “caudillo” y de ideología desviadora de los caminos revolucionarios. El bloque de poder imperialismo-capital bancario-comercio importador-latifundio, que Medina había desafiado, siquiera con timidez, se consolidó y, pasando por Pérez Jiménez y el cuadragenio “democrático”, sumó al resto de la burguesía para atornillar su dominio explotador… Hasta que llegó la Revolución Bolivariana.
Para justificar el golpe (la “Revolución de Octubre”, ficción al delirio), fundamentalmente se adujo que era necesario culminar la superación del gomecismo mediante una mayor amplitud política y económica, sustituyendo el sistema electoral restringido y de tercer grado por la elección universal y directa del Presidente de la República y el Congreso, aumentando la participación en las ganancias de la industria petrolera, realizando una reforma agraria antilatifundista y repudiando la corrupción y el enriquecimiento ilícito. Un planteamiento que fue exitoso en cuanto a su carácter encubridor –la historiografía oficial se apoya en él--, pero que no resiste el escalpelo de investigadores no comprometidos con intereses de clases dominantes. Un paseo por trabajos, entre otros, de Juan Bautista Fuenmayor, Arturo Cardozo, Simón Sáez Mérida, Moisés Moleiro y Oscar Battaglini, con bastantes diferencias de enfoque pero sólida riqueza de análisis e información, pone en evidencia la superchería. Battaglini, en su notable obra El medinismo, demuestra que el del último ex ministro de Guerra y Marina fue “un gobierno de la corriente burguesa unificada alrededor de la consigna de ‘sembrar el petróleo’, un proyecto de reorganización capitalista de la sociedad”, que buscaba superar la condición rentística-petrolera de la economía y procurar la modernización institucional, política e ideológica del Estado, con un sentido nacionalista y democrático. Naturalmente, remanentes del gomecismo había también allí, pero desplazados de las posiciones determinantes; el grueso de la reacción se agrupaba afuera, bajo el liderazgo del general López Contreras, quien había roto radicalmente con Medina. Éste había fundado un partido, el PDV, lo que indicaba un propósito de despersonalización del poder, había legalizado a AD y el PCV y administraba con sujeción a legalidad y sin represión.
Así, pues, se había adelantado bastante en cuanto a la superación del gomecismo. La consigna de la elección universal no fue esgrimida en la campaña comicial de 1946, ya que AD y el PDV llegaron a un acuerdo en torno a la candidatura de Diógenes Escalante y el compromiso de la innovación electoral para 1951, apertura del siguiente período. El estatuto petrolero de 1943 era lo suficientemente avanzado para causar la inquina de las compañías y Betancourt no le introdujo cambios reales cuando empezó a despachar en Miraflores. La ley agraria betancourista fue absolutamente inferior, dejaba campante el latifundio al remitir la reforma a “tierras de la Nación” y condicionarla a “planes y ordenamientos técnicos”. La lucha contra la corrupción resultó un brochazo hermoseador y las medidas intentadas al respecto tuvieron un evidente sesgo de retaliación política. Sólo el ingreso de las multitudes a la palestra, mediante el voto, se logró en el trieno 45-48. Pero eso hubiera venido sin duda a partir de 1951, y bajo el betancourismo fue pasto de una demagogia irresponsable, engendradora de esperanzas que iban al haber del “caudillo” y de ideología desviadora de los caminos revolucionarios. El bloque de poder imperialismo-capital bancario-comercio importador-latifundio, que Medina había desafiado, siquiera con timidez, se consolidó y, pasando por Pérez Jiménez y el cuadragenio “democrático”, sumó al resto de la burguesía para atornillar su dominio explotador… Hasta que llegó la Revolución Bolivariana.