En torno a la soberanía
Freddy J. Melo
La pugna por la enmienda constitucional nos congrega en torno a un tema que toca el fondo mismo de nuestra revolución en marcha: la viabilización de una patria libre e independiente, regida en función del interés popular y orientada a concretar el desiderátum bolivariano de “mayor suma de estabilidad política, mayor suma de seguridad social y mayor suma de felicidad posible”. La realización de una patria como ésa, prefiguración del socialismo al cual aspiramos, sólo es dable mediante el ejercicio por el pueblo de la “autoridad suprema del poder público”, que es como la doctrina define el concepto de soberanía. Y precisamente la enmienda tiene el propósito de hacer completa y plena esa “autoridad suprema”, que la carta magna reconoce pero inconsecuentemente restringe al limitar las facultades electorales del soberano. Puesta hoy en evidencia semejante restricción, no se sabe si originada por manipulación o por inadvertencia, es absolutamente necesario suprimirla y restablecer la potestad íntegra que corresponde.
La Carta de las Naciones Unidas (obviemos la triste impotencia de esa institución mediatizada) así como los demás instrumentos que conforman el derecho internacional, postulan que todos los países, indistintamente de su tamaño o poderío, son pares en dignidad y poseen derechos iguales a darse el sistema de gobierno que cada pueblo desee, a la intangibilidad de su espacio geográfico, al respeto de su lengua, tradición y cultura. Es ése el reconocimiento de la soberanía de las naciones, que se abroquela en los principios de la autodeterminación y la no intervención; es ésa la consagración en términos nacionales del celebrado apotegma según el cual el derecho de cada uno llega hasta donde comienza el de los otros, y de la sentencia del gran Benito Juárez relativa a que “el respeto al derecho ajeno es la paz”.
La soberanía no se discute, se defiende con todo –palabra de Sandino--, y defenderla es una atribución ingénita y un deber de todo ciudadano bien nacido.
Pero esa soberanía estuvo siempre bajo la espada de Damocles de los imperios. Todo cuanto la brega de pueblos y naciones creó y codificó en pro de una coexistencia racional, ha sido en repetidas ocasiones vulnerado por la arbitrariedad y violencia de los más poderosos. Innumerables agresiones, siempre disfrazadas con ropaje de nobles principios, se desencadenaron sobre países débiles para despojarlos de sus riquezas y muchas veces de sus territorios. Fueron acciones de rapiña y bandidaje, así se las ha calificado. Hoy vemos cómo el imperio económica y militarmente más poderoso que ha existido ha vuelto trizas el andamiaje de las Naciones Unidas y del derecho internacional, desconoce toda norma o ley civilizada y lanza ejércitos invasores bajo el manto de la defensa de la democracia y esgrimiendo un autoproclamado supraderecho de “guerra preventiva”. El Estado de ese país imperialista (que ha pretendido hasta apropiarse en exclusiva del nombre del continente), más delincuente internacional que nunca bajo el gobierno de una camarilla petrolera y militar-financiera neofascista, ha dejado pequeña su tradición de asaltos y agresiones a Nuestra América y al mundo. Afganistán e Irak destruidos y ocupados, sus poblaciones diezmadas y humilladas –aunque de ningún modo sometidas-- en nombre de la democracia y la libertad, son testimonios dolorosos e indignantes de esta historia de vileza y criminalidad sin paralelo. Y como perro de presa y creatura suya, el Estado sionista de Israel, transfigurado en réplica de la maldad del nazismo que martirizó a millones de sus correligionarios (y a muchos más millones de otros hombres y mujeres que no hicieron de la victimización un negocio) está elevando en estos días al mayor grado de insania genocida su ya sexagenaria agresión al pueblo palestino. Entre tanto el gobierno de los halcones gringos se está marchando en orgía de fuego, sangre y muerte, y el que viene, aunque en medio de expectativas favorables, no podrá modificar la naturaleza del imperio.
Frente a esta realidad dramática se impone más que nunca la unidad, organización, alto nivel de conciencia y acción solidaria de las multitudes, para tornar verdadero el entramado jurídico internacional y hacer respetar la soberanía de las naciones, así como en lo interno la de los pueblos. Una y otra son esencia de la dignidad y el derecho, y por ellas, de ser necesario, se puede y debe comprometer la vida. El pueblo venezolano, con su paradigmático liderazgo revolucionario, tiene y tendrá un puesto de vanguardia en esa lucha. Por ahora encarnada, en lo exterior, en la posición puntera frente a la agresión sionista, y en lo interior, en el ¡uh, ah, la enmienda SÍ va!
Freddy J. Melo
La pugna por la enmienda constitucional nos congrega en torno a un tema que toca el fondo mismo de nuestra revolución en marcha: la viabilización de una patria libre e independiente, regida en función del interés popular y orientada a concretar el desiderátum bolivariano de “mayor suma de estabilidad política, mayor suma de seguridad social y mayor suma de felicidad posible”. La realización de una patria como ésa, prefiguración del socialismo al cual aspiramos, sólo es dable mediante el ejercicio por el pueblo de la “autoridad suprema del poder público”, que es como la doctrina define el concepto de soberanía. Y precisamente la enmienda tiene el propósito de hacer completa y plena esa “autoridad suprema”, que la carta magna reconoce pero inconsecuentemente restringe al limitar las facultades electorales del soberano. Puesta hoy en evidencia semejante restricción, no se sabe si originada por manipulación o por inadvertencia, es absolutamente necesario suprimirla y restablecer la potestad íntegra que corresponde.
La Carta de las Naciones Unidas (obviemos la triste impotencia de esa institución mediatizada) así como los demás instrumentos que conforman el derecho internacional, postulan que todos los países, indistintamente de su tamaño o poderío, son pares en dignidad y poseen derechos iguales a darse el sistema de gobierno que cada pueblo desee, a la intangibilidad de su espacio geográfico, al respeto de su lengua, tradición y cultura. Es ése el reconocimiento de la soberanía de las naciones, que se abroquela en los principios de la autodeterminación y la no intervención; es ésa la consagración en términos nacionales del celebrado apotegma según el cual el derecho de cada uno llega hasta donde comienza el de los otros, y de la sentencia del gran Benito Juárez relativa a que “el respeto al derecho ajeno es la paz”.
La soberanía no se discute, se defiende con todo –palabra de Sandino--, y defenderla es una atribución ingénita y un deber de todo ciudadano bien nacido.
Pero esa soberanía estuvo siempre bajo la espada de Damocles de los imperios. Todo cuanto la brega de pueblos y naciones creó y codificó en pro de una coexistencia racional, ha sido en repetidas ocasiones vulnerado por la arbitrariedad y violencia de los más poderosos. Innumerables agresiones, siempre disfrazadas con ropaje de nobles principios, se desencadenaron sobre países débiles para despojarlos de sus riquezas y muchas veces de sus territorios. Fueron acciones de rapiña y bandidaje, así se las ha calificado. Hoy vemos cómo el imperio económica y militarmente más poderoso que ha existido ha vuelto trizas el andamiaje de las Naciones Unidas y del derecho internacional, desconoce toda norma o ley civilizada y lanza ejércitos invasores bajo el manto de la defensa de la democracia y esgrimiendo un autoproclamado supraderecho de “guerra preventiva”. El Estado de ese país imperialista (que ha pretendido hasta apropiarse en exclusiva del nombre del continente), más delincuente internacional que nunca bajo el gobierno de una camarilla petrolera y militar-financiera neofascista, ha dejado pequeña su tradición de asaltos y agresiones a Nuestra América y al mundo. Afganistán e Irak destruidos y ocupados, sus poblaciones diezmadas y humilladas –aunque de ningún modo sometidas-- en nombre de la democracia y la libertad, son testimonios dolorosos e indignantes de esta historia de vileza y criminalidad sin paralelo. Y como perro de presa y creatura suya, el Estado sionista de Israel, transfigurado en réplica de la maldad del nazismo que martirizó a millones de sus correligionarios (y a muchos más millones de otros hombres y mujeres que no hicieron de la victimización un negocio) está elevando en estos días al mayor grado de insania genocida su ya sexagenaria agresión al pueblo palestino. Entre tanto el gobierno de los halcones gringos se está marchando en orgía de fuego, sangre y muerte, y el que viene, aunque en medio de expectativas favorables, no podrá modificar la naturaleza del imperio.
Frente a esta realidad dramática se impone más que nunca la unidad, organización, alto nivel de conciencia y acción solidaria de las multitudes, para tornar verdadero el entramado jurídico internacional y hacer respetar la soberanía de las naciones, así como en lo interno la de los pueblos. Una y otra son esencia de la dignidad y el derecho, y por ellas, de ser necesario, se puede y debe comprometer la vida. El pueblo venezolano, con su paradigmático liderazgo revolucionario, tiene y tendrá un puesto de vanguardia en esa lucha. Por ahora encarnada, en lo exterior, en la posición puntera frente a la agresión sionista, y en lo interior, en el ¡uh, ah, la enmienda SÍ va!